La Santa Compaña
La noche era fría y oscura en el pequeño pueblo gallego de San Xoán. Marcos, un joven pastor, había salido a buscar a su oveja perdida que se había escapado del redil. Llevaba una linterna y un bastón, y silbaba una canción para espantar el miedo.
De repente, vio una luz lejana que se acercaba por el camino. Pensó que sería algún vecino o algún peregrino del Camino de Santiago. Se alegró de encontrar compañía y se dirigió hacia la luz.
Pero al llegar más cerca, se dio cuenta de que no era una sola luz, sino muchas. Eran velas encendidas que llevaban unas figuras encapuchadas y vestidas de negro. No hacían ruido ni hablaban entre ellas. Solo caminaban lentamente y con solemnidad.
Marcos sintió un escalofrío en la espalda. Reconoció a la Santa Compaña, la procesión de ánimas que anunciaba la muerte y buscaba las almas de los vivos para llevárselas al otro mundo.
Quiso huir, pero sus pies no le respondieron. Estaba paralizado por el terror. La Santa Compaña se acercó más y más hasta rodearle.
Entonces vio al frente de la procesión a un hombre con una cruz y un caldero de agua bendita. Era su amigo Pedro, que había muerto hacía unos meses en un accidente.
– «Pedro… ¿eres tú?» Balbuceó Marcos.
– «Sí, soy yo», respondió Pedro con voz apagada.
– «Y tú eres el próximo».
– «¿Qué? ¿Qué quieres decir?».
– «Que te he elegido para ser mi sustituto en la Santa Compaña. Tienes que tomar la cruz y el caldero y guiar a las ánimas por los caminos hasta el fin de los tiempos».
– «¡No! ¡No puedo! ¡Déjame en paz!».
– «Lo siento, Marcos. No hay otra opción. Es tu destino».
Pedro le tendió la cruz y el caldero a Marcos que los cogió sin querer.
En ese momento, sintió un vacío en su pecho y una opresión en su garganta. Su cuerpo cayó al suelo sin vida y su alma se incorporó a la procesión.
La Santa Compaña siguió su camino con Marcos al frente y Pedro detrás.
Nadie volvió a verlos jamás.
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